LA HORA MENGUADA(*)
LA HORA MENGUADA
LA HORA
MENGUADA(*)
Por: Leonora
Acuña de Marmolejo
Volvió a verla cuando
ella viajó a su tierra natal, procedente
de Long Island, Nueva York donde se encontraba radicada y en donde
vivía con
sus dos hijas adolescentes, desde hacía varios años.
A la sazón, ella estaba
divorciada de su marido. Él por aquel tiempo era viudo, y
tenía tres hijos ya casi
adultos. Había trabajado como Ingeniero Coordinador del Plan Armonizador
de la
ciudad, pero ahora a sus cincuenta y ocho años, se encontraba ya
retirado, y
pasaba la mayor parte del
tiempo en su bellísima finca Las Acacias localizada en las
afueras de la ciudad.
Para él, el arrogante, el apolíneo, el varonil,
Martín Villaseñor, Maritza
había sido un amor imposible ya que
para el tiempo en que quedó prendado de ella, cuando la conoció como encargada de la Sección
de Préstamos del
Banco -adonde él frecuentemente iba a coordinar asuntos
relacionados con sus
cuentas- ambos estaban ya casados.
Ahora Maritza regresaba
después de cinco años de no visitar a su país.
Alcanzó a verla una tarde cuando
ella transitaba por la Avenida Los
Alcázares. A sus cuarenta años, seguía teniendo la
gallardía y el talante de una Venus
de Sandro Botticelli,
y aún conservaba ese aire de niña que tánto le
subyugaba a él. Allí la
abordó y allí surgió un idilio
inolvidable que marcaría sus vidas…
Nació entonces un amor
apasionado entre los dos. Vivieron un romance encantado, mágico
y novelesco
allá en Las Acacias, y proyectaban casarse. Mas como ambos
tenían sus propios hijos y no
deseaban separarse de ellos, él le propuso a ella que para
allanar el problema
de la distancia y la separacion de estos, bien podría ser que
estuvieran
juntos durante seis meses allá y seis meses en
Nueva York. Así cada uno se separaría de sus
hijos sólo por medio año, considerando que cuando fuera
el turno de Maritza, su
madre Esperanza (quien vivía con ella), se haría cargo de
sus niñas.
Mas el tiempo pasaba, y
entre las idas y venidas de ella trancurrieron tres años muy
cómodamente para
Martín, quien no resolvía la situción de una vez
por todas. Cuando Maritza se
dio cuenta de que él postergaba su acuerdo aduciendo cada vez
una excusa más
convincente (negocios, problemas a resolver con la Urbanizacion Cibeles
de su
propiedad etc. etc. ), resolvió poner tierra de por medio y con
dolor en su
alma, alejarse de él definitivamente a pesar de sus
súplicas y amenazas sutiles
como aquella, de que si ella llegara a abandonarlo sería capaz
de quitarse la
vida.
Al principio las cartas
y las llamadas de él eran urgiéndola a regresar,
poniéndole de relieve que sin
ella, él se encontraba perdido en una doliente soledad; que las
noches de luna
ya no guardaban el romanticismo de aquellas que había pasado a
su lado; que los
atardeceres de fuego ya no tenían ningún atractivo para
él como aquellos que
habían disfrutado cuando juntos se sentaban en el porche para
ver encenderse
las primeras luces limítrofes allá en el horizonte. Para
su amarga percepción
presente -según le decía él-, las flores no
tenían el mismo perfume embriagante
como
cuando
ella estaba a su lado, o en las noches
de luna llena cuando paseaban
abrazados
por entre los naranjos floridos que flanqueaban la entrada a Las
Acacias.
Pero Maritza no deseaba
volver a abrir la herida que ya al menos parecía languidecer
amortiguada bajo
el bálsamo de una lejanía sustentada por las cartas y las
llamadas telefónicas,
y prefería dejar ese capítulo de su vida, abierto en una
página que fue
inolvidablemente
hermosa. Mas
sucedió que dos años más tarde recibió una
carta doliente y apremiante de
Martín con otros rasgos diferentes a los característicos
de su escritura habitual como, si hubiese
sido dictada a otra persona
. Ven –le decía. He sufrido un derrame cerebral y me
siento muy triste y
desamparado; te extraño más que nunca y me haces mucha
falta. Maritza lloró
amargamente y se sintió muy sobrecogida, mas se hizo la fuerte y
se dio una
tregua con la esperanza de que al
recuperarse, él finalmente vendría a reunirse con
ella y a vivir a su
lado, lo cual no ocurrió pues amaba
entrañablemente a sus hijos y no era capaz de apartarse de
ellos. Así pues, la
situcion volvió al mismo ritmo de cartas y llamadas apremiantes
y angustiosas.
Años después supo por su hija “La
Nena” como
la llamaban
cariñosamente, que a su padre le había repetido el
derrame, pero en esta
ocasión cuando Maritza lo llamó por teléfono
no pudo hablar con él, debido a que su lenguaje era
totalmente
ininteligible. Maritza se dio cuenta de que ya él nunca
viajaría a Long Island.
Entonces pensó en viajar para estar a su
lado y prodigarle sus mimos y cuidados. Pero tal parece que el destino
cruel se
empeñaba en separarlos pues cuando ella se aprestaba a viajar,
recibió carta de
Milena Larrahondo, la común amiga
de los
dos, en la cual le decía que ante la situación de
él, La Nena se lo había
llevado consigo para Río de Janeiro (en donde por entonces, su
marido hacía una
especialización en un campo de la medicina), con el fin de que
se distrajera y
con la esperanza de que un estado anímico placentero aunado a una apropiada terapia física, le
ayudarían en el
proceso de recuperación.
Entonces Maritza para
mitigar su soledad
y su pesadumbre, se dedicó a escribir. Más que antes, se
había despertado en su
estro la chispa inspiradora, y así
publicó su primer libro “Silencio y Soledad”.
Allí escribió por él y para él
sus poemas La Hora Menguada, y Elegia para el Ausente. En el primero
decía: No
estaré, lo adivino,/ y sé que lloraré,/ y cada vez
que mire/ la luna allá en el
cielo, / su luz me inundará / de la luz que me diste /
canceriano adorable, /meridiano
de mi alma.
[…]
/ le he rogado a la diva… / me
permita
volver / a su lado otra vez, / en el tremendo instante / de su hora
menguada.
El segundo era una
queja doliente de ausencia y también conllevaba un vago
presentimiento
reflejado en él: el presentimiento de no estar a su lado en sus
últimos
momentos. Así ella decía: Cerrando los ojos,
la honda nostalgia / cruzando los mares me lleva hasta
él: / él está
muriendo de pesar sin mí, /y en su tarde triste, él me ve
llorar.
Un tiempo después, ella
recibió carta de Estrella, la esposa de uno de sus hijos, en
donde le
comunicaba que estando en Brasil, Martín había sufrido
otra recaída, y que se
encontraba en cuidados intensivos en uno de los hospitales de la ciudad
adonde
había sido llevado nuevamente. Le comentaba que después
de salir del hospital,
había perdido totalmente el habla; que también por haber
quedado paralizado de sus piernas, estaba
en una
silla de ruedas, y que era alimentado mediante una sonda que le llegaba
al
estómago debido a que su deglución se había visto
afectada, después de que cuando
tomaba un líquido se había broncoaspirado. Le comentaba
que a pesar de todo,
estaba mentalmente
lúcido; que estaba
muy bien atendido por expertas y solícitas
enfermeras que lo cuidaban día
y
noche; que afortunadamente podía leer y esto, como el ver
televisión le servía
de distracción, pero que su estado anímico era deplorable
pues se encontraba
siempre muy triste y deprimido. Fue cuando ante esta narración,
Maritza recordó
con honda amargura que él muchas veces en sus días
florecientes le había dicho:
“mientras yo tenga mis cinco sentidos buenos, quisiera vivir
otros cuarenta
años más.” ¿No era pues esta
situación presente un tanto irónica?. Ahora habían
pasado los años y él tenía sus cinco sentidos en
buen funcionamiento, pero estaba
dolorosamente impedido porque había perdido
otras facultades. Aquel día Maritza lloró
amargamente al recibir esa
carta e increpó a los cielos con una rabia de impotencia,
pensando cómo aquel
roble de hombre, el hombre que una vez fuera ejemplo de optimismo, de reciedumbre, y de paradigmático joie de vivre, podía estar ahora tan
doblegado
bajo un estado físico de pura dependencia; él, su adorado Martín el que había
sido tan
dinámico e independiente, y tan libre como el viento…
¡Se le hacía difícil creerlo!
Por aquellos días,
Maritza había recibido también una carta de su fiel amiga
Milena Larrahondo en
donde le contaba que a Martín ya La Nena lo había llevado
de regreso a casa; le narraba la dolorosa
situación de aquel, y le
manifestaba que tenía el propósito de ir a visitarlo para
llevarle a mostrar
una foto que ella le había enviado desde Long Island; y que
aprovecharía la
ocasión para llevarle el poemario
Silencio y Soledad (que Maritza le había enviado), a fin de
leerle algunos
poemas. Le contaba también, que lo habían llevado a Las
Acacias para ver si reaccionaba,
pero que no había sido así: que se le
habían salido las lágrimas cuando se
encontró frente a la casona, tal
vez al recordar cuán feliz había sido
allí al lado de ella; y que para sorpresa de todos, cuando le
preguntaron si
desearía volver a vivir allí, en lugar de en la ciudad,
había asentido con un
movimiento de cabeza. Le decía que entonces por esa
razón, Martín se encontraba
de nuevo viviendo allá en Las Acacias, el sitio que había
sido el idílico
paraíso para los dos.
De todas maneras ante
esta situación tan deplorable, Maritza decidió viajar,
pues tenía la seguridad
de que con su presencia, él mejoraría considerablemente.
¡Cuán lejos estaba de
saber lo que ocurriría y de que el destino le tenía
reservada una amarga
sorpresa! Llegó directamente a la finca. Entrando por la avenida
que conducia a
esta, sintió un extraño frío que le enchinó
la piel, y un viento de soledad y de
tristeza le rozó la cara. Cuando
llegó al porche, La Nena salió a su encuentro con un aire
taciturno, y con un
acento de reproche le espetó doliente: ¡Llega tarde!
¡Ayer lo enterramos!...
Luego entre lágrimas de desconsuelo le dijo: Cuando Milena
Larrahondo le leyó
sus poemas y le mostró su foto, no pudo más: se le
salieron las lágrimas, se
llevó la mano al corazón , y agonizó tratando de
balbucir su nombre…
¡Maritza había llegado
tarde a La Hora Menguada de aquel hombre que adoraba…!
* Extractado
por la autora de su
libro “La dama de honor y otros cuentos”. 2014